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martes, 5 de abril de 2011

LA ILUSIÓN VIAJA EN EL METRO



Después de haber viajado varios kilómetros en un desvencijado camión para salir de su pueblo, Esteban se encuentra ya en plena carretera, a bordo del autobús que le conducirá a la Ciudad de México. La flamante mochila que lleva al hombro, no sólo contiene algunos alimentos y modestos enseres personales, sino que será su tarjeta de presentación cuando se mezcle con los cientos de usuarios del metro, todos con mochila en la espalda, que así lo platicaba su primo Urbano, quien, a su vez, escuchó la historia por parte de los hijos de Nicanor, afortunado sujeto que no hace mucho tiempo estuvo trabajando como albañil en la gran ciudad, donde, precisamente, el metro fue su más socorrido medio de transporte.

Esteban empezó a soñarse en el metro desde entonces. Apenas podía creer que era casi tan largo como un ferrocarril y menos aún que viajara debajo de la tierra; de esas calles y edificios que hasta ahora sólo había imaginado, pero que ya estaba a pocas horas de convertirlos en realidad.

Por sólo tres pesos, repetía Esteban para sus adentros. Tres pesos, y además del viaje, que podría alargarse por todo el día, lo más importante para este jovencito de dieciséis años de edad, habrían de ser los espectáculos que en el metro se ofrecían. Aquellos relatos del primo Urbano, en verdad que lo habían impresionado. ¿Cómo imaginar que dentro de los vagones, en el trayecto de cada viaje, se ofrecieran tamaños espectáculos? Esteban, de alguna manera, se daba una idea del interior de los vagones, pero no alcanzaba a comprender cómo se organizaban tales espectáculos. ¿Habría una especie de foro como el de la carpa de la feria que cada año visitaba el pueblo? O bien los actores realizaban su actuación en medio de los pasillos, tan rápido como les fuera posible para repetirla en cada vagón.

Aquello era lo de menos. Lo importante es que el espectáculo existiera. Que los cancioneros, los payasos, los piratas y los faquires estuvieran allí, realizando todos su actuación para beneplácito de los pasajeros y, ¡lo increíble!, por los mismos tres pesos del pasaje.

¡Qué ilusión! ¿Cómo será el número de los piratas?, pensaba Esteban una y otra vez, recordando las recientes películas en el único cine del pueblo. Y los faquires, además del que platicó Urbano, que apoyaba con fuerza la espalda sobre un montón de vidrios, ¿habría otros números más arriesgados?

Y por si fuera poco, cancioneros y payasos. Además ciertos vendedores de libros de pasatiempos, juegos, chistes y adivinanzas, que también hacen un trabajo artístico al pregonar su mercancía -¿Cuál es el ave que no tiene plumas?... El Ave María.
Absorto en sus pensamientos, Esteban percibió con gran desilusión el viraje del autobús para desandar el camino, de regreso a casa, por culpa del aparatoso deslave de un cerro, cuya vuelta a la normalidad tardaría varios días.

El chico desliza el cierre de la mochila y apura los alimentos, al tiempo que viene a su mente la única frase congruente que escuchó del párroco del pueblo “se vale enojarse con Dios.

AUTOR: Julián Osante y López
PAÍS: México

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