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sábado, 21 de noviembre de 2009

EL TONTO LARIO / Roberto Cruzpiñón


Un cazador de lagartos lo encontró en el pantano y lo llevó al Hospital Civil del pueblo. Los médicos que lo examinaron dijeron que tenía seis días de nacido y que no mostraba deterioro de sus signos vitales. Fue hallado flotando en aguas fangosas, sin que mostrara en su cuerpo huellas de mordidas de alimañas o piquetes de moscos.

Su sobrevivencia en condiciones tan agresivas, fue siempre un misterio. La gente inventó todo tipo de explicaciones. La más simple argüía que alguna madre lo abandonó para ocultar su maternidad. La más fantasiosa, afirmaba que había caído de una nave extraterrestre.

Como no fue reclamado por nadir, una pareja sin hijos, lo adoptó legalmente. El niño creció sano, pero algo debió haberle afectado su permanencia en el pantano, porque mostraba signos de retraso mental. Su lento aprendizaje, no le permitió asistir a la escuela oficial y creció como el tonto del pueblo.

Mientras sus padres vivieron, el niño no tuvo problemas para subsistir. Al morir ellos, nadie quiso cuidarlo y vivió como un niño abandonado, en la calle. Rondaba y dormía cerca de los mercados, recogiendo desperdicios para alimentarse.

El pueblo se acostumbró a él, porque su carácter dócil y sumiso no provocaba trastornos. Rehuía a la gente y ambulaba por las calles ensimismado. En la noche, dormía en algún lugar oculto. En el día, acostumbraba senttarse en un rincón de la plaza principal, sin molestar, jugando con sus manos o acariciando su mejilla. Su cuerpo era vigoroso y saludable. Llamaba la atención su piel blanca y sonrosada, su cabello claro y el azul profundo de sus ojos.

- Sus padres habrán sido unos de esos ingleses o gringos que vivieron aquí hace tiempo.
- Es de otro planeta.

Así pasó el tiempo y Lario El Tonto, fue una figura decorativa.
A veces, los niños, le jugaban bromas señalándolo y gritándole “tonto”, pero no convivían con él por su comportamiento huraño.

Tan anodino era, que pocos se percataron del cambio que experimentó Lario en su conducta. Cuando se sentaba en el rincón de la Plaza principal, ya no jugaba con las manos. Ahora se entretenía mirando las revistas infantiles que recogía en la basura. Las hojeaba con detenimiento.

Eso fue poco antes de aquel Día del Niño, en que las escuelas celebraron, por primera vez en la plaza, un concurso de disfraces. Hubo niños ataviados como los personajes de la Guerra de las Galaxias, de Batman, de los Power Rangers, de Mandrake, de casi todos los héroes infantiles de las titas cómicas.

Construyeron, en uno de los lados de la plaza, un gran templete de madera, donde los niños desfilarían para la premiación en presencia de padres, de abuelos, de autoridades, de maestros.
Uno a uno desfilaron los niños disfrazados, mientras los jueces anotaban en sus hojas. Lario, también. Alguien le había obsequiado el traje con que se vistió.

Tímido, al principio, escuchó los aplausos trepado en el templete. Reconocido, todos le aplaudieron entusiasmados. Tal vez quisieron darle la muestra de cariño que nunca tuvieron con él. De pie, en medio del templete, no se movía. Parecía que miraba a los ojos de cada una de las personas. De pronto, alzó el brazo derecho, se inclinó, saltó y se detuvo en el aire. Se elevó lentamente. Dio dos vueltas a la plaza, ante la mirada atónita de la gente. Voló hacia el cielo. Y el tonto Lario, disfrazado de Supermán, se perdió en el infinito.

AUTOR: Roberto Cruzpiñón
PAÍS: México
EDAD: 76 años

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