La había vuelto a encontrar. Ella estaba ahí, con su imagen exultante de mujer amada. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿años? ¿siglos? ¿un tiempo sin medida? Cómo saberlo, si parecía como si saliera de un profundo, indescriptible, inmensurable sueño. Todo parecía la más negra noche nunca vista. ¿Por qué estaban ausentes las estrellas? ¡La había vuelto a encontrar! Quiso entonces tocarla, acariciarla, besar mil veces. Mas su boca no tocó la amada boca y sus brazos se hundieron en la noche sin estrellas. Supo entonces que los dos estaban muertos.
No puede remediarlo, no. Es escuchar una melodía que me gusta y mi pensamiento despliega sus alas blancas por completo. Se despierta Inés y extiende sus majestuosas alas en un cielo cualquiera, que le invita a conocerlo. Los pies dejan de tocar la tierra firme y el cuerpo se vuelve tan ligero como una pluma, flotando en el aire a su antojo. Ya nada, de lo que deja atrás, le importa. Sólo su vuelo, en pos de mares del color de las turquesas. Nubes de blanco algodón, en las que se para a contemplar la siguiente o la anterior. El único testigo de su aleteo es el viento colándose en sus cabellos sinuosos, como si fuera una caricia. La razón que le acompaña siempre, cambia cuando quiere, a voluntad según el cielo.
Es sonido de agua, avanzando por las rocas, sin destino ni final. Es el ulular del viento, en la cima más recóndita de cuantas pudo imaginar, sin frío, ni temporales. Puede sentirse tan etérea como el susurro de una guitarra, que despacito desgrana una bella canción. Su piel se emociona rodeada de mil estrellas rutilantes, con la majestuosidad de su ensoñación elegida. Y su alma rezuma paz, cada segundo de todos ellos. Sus alas, las de sus sueños, son el modo de dejar atrás lo que no le gusta, para siempre. Volar alto, muy alto, donde todo es calma y donde ella soy más ella. Ella sola, sin preguntas ni pesares. Sin relojes, ni tormentas, vuela… porque le gusta.
Después de haber viajado varios kilómetros en un desvencijado camión para salir de su pueblo, Esteban se encuentra ya en plena carretera, a bordo del autobús que le conducirá a la Ciudad de México. La flamante mochila que lleva al hombro, no sólo contiene algunos alimentos y modestos enseres personales, sino que será su tarjeta de presentación cuando se mezcle con los cientos de usuarios del metro, todos con mochila en la espalda, que así lo platicaba su primo Urbano, quien, a su vez, escuchó la historia por parte de los hijos de Nicanor, afortunado sujeto que no hace mucho tiempo estuvo trabajando como albañil en la gran ciudad, donde, precisamente, el metro fue su más socorrido medio de transporte.
Esteban empezó a soñarse en el metro desde entonces. Apenas podía creer que era casi tan largo como un ferrocarril y menos aún que viajara debajo de la tierra; de esas calles y edificios que hasta ahora sólo había imaginado, pero que ya estaba a pocas horas de convertirlos en realidad.
Por sólo tres pesos, repetía Esteban para sus adentros. Tres pesos, y además del viaje, que podría alargarse por todo el día, lo más importante para este jovencito de dieciséis años de edad, habrían de ser los espectáculos que en el metro se ofrecían. Aquellos relatos del primo Urbano, en verdad que lo habían impresionado. ¿Cómo imaginar que dentro de los vagones, en el trayecto de cada viaje, se ofrecieran tamaños espectáculos? Esteban, de alguna manera, se daba una idea del interior de los vagones, pero no alcanzaba a comprender cómo se organizaban tales espectáculos. ¿Habría una especie de foro como el de la carpa de la feria que cada año visitaba el pueblo? O bien los actores realizaban su actuación en medio de los pasillos, tan rápido como les fuera posible para repetirla en cada vagón.
Aquello era lo de menos. Lo importante es que el espectáculo existiera. Que los cancioneros, los payasos, los piratas y los faquires estuvieran allí, realizando todos su actuación para beneplácito de los pasajeros y, ¡lo increíble!, por los mismos tres pesos del pasaje.
¡Qué ilusión! ¿Cómo será el número de los piratas?, pensaba Esteban una y otra vez, recordando las recientes películas en el único cine del pueblo. Y los faquires, además del que platicó Urbano, que apoyaba con fuerza la espalda sobre un montón de vidrios, ¿habría otros números más arriesgados?
Y por si fuera poco, cancioneros y payasos. Además ciertos vendedores de libros de pasatiempos, juegos, chistes y adivinanzas, que también hacen un trabajo artístico al pregonar su mercancía -¿Cuál es el ave que no tiene plumas?... El Ave María. Absorto en sus pensamientos, Esteban percibió con gran desilusión el viraje del autobús para desandar el camino, de regreso a casa, por culpa del aparatoso deslave de un cerro, cuya vuelta a la normalidad tardaría varios días.
El chico desliza el cierre de la mochila y apura los alimentos, al tiempo que viene a su mente la única frase congruente que escuchó del párroco del pueblo “se vale enojarse con Dios.
Alquimia: Breve selección de versos del poema “Oráculo”
En la árida faz de la tierra Sentado frente al paisaje inerte Contempla perezoso el Súper Héroe La notoriedad de un plan futuro Que sin gran acometido en su proeza La fama maliciosa adquiera.
Con el rostro cabalmente disimulado Con la malla lejana del tiempo Encubre a los que observan lapidariamente La melancolía del infortunio Y la decrepitud embrionaria Del esfuerzo inútil en su designio imperfecto.
Mas el tiempo que el necio pierde Y con excusas pretende librar Acrecienta con torpeza la maniobra Reuniendo amargos frutos Que algún deplorable día Sin remedio tendrá que probar.
Siete jaulas para cada día Pueden determinar el vulgar escenario Que viven en el olvido Los ermitaños de cuyo aliento Emana la dolorida muerte Y el perverso elogio de las sombras.
Anuncia el gris de las nubes La fuerza de un temporal Las tropas elevan sus voces Gestiones que el cielo en diluvio convierte Y las bestias en cuevas Prefieren morar.